martes, 16 de septiembre de 2008

Felizmente educados

Esta columna escrita por Raúl Silanes , en el Diario Jornada es simplemente maravillosa. Si todos pensaran así, sería otra cosa, no?

Educación
En una ocasión excepcional para mí, en la Feria del Libro de Madrid, en 2001, por esos errores propios del protocolo y no por otra razón, tuve la suerte de estar al lado de Gabriel García Márquez:
la ocasión duró aproximadamente quince minutos, hasta que los encargados de dar lugares descubrieron su fallo. En ese ínterin aproveché para preguntarle sobre la educación, uno de los temas del día (“Educación y literatura”). El admirado Gabo me contestó: “Lo importante es encontrar el juguete que los niños llevan dentro”. Minutos después, él comenzó su intervención magistral con esas palabras: en síntesis, cada niño lleva dentro un juguete distinto y todo consiste en descubrir cuál es, para ponerse a jugar con él. El “Gabo” en su infancia había sido un estudiante desastroso, hasta que un maestro se dio cuenta de su amor por la lectura y, a partir de entonces, todo fue bien. Su juguete eran las letras. Es una idea que vincula la educación con el juego. Educar consistiría en encontrar el tipo de juego que debemos jugar con cada niño, ese juego en que está implicado su propio ser.
Pero hablar de juego es hablar de disfrute y la idea es reivindicar la felicidad como base de la educación. Un niño feliz no sólo es más alegre y tranquilo, sino que es más susceptible de ser educado, porque la felicidad le hace creer que el mundo no es un lugar sombrío, hecho sólo para su mal, sino un lugar donde vale la pena estar, por extraño que muchas veces pueda parecer. No creo en otra manera mejor de educar a un niño que hacerlo sentirse querido: el amor es básicamente tratar de ponerse en su lugar, necesitar saber qué son los niños. No es una tarea sencilla y menos en estos tiempos violentos, brutales, sin valores ni ejemplos beneficiosos.
Por eso prefiero a los padres consentidores que a los empeñados en decirles una y otra vez a sus hijos lo que deben hacer, o a los que no se preocupan por nada de ellos. Consentir significa mimar, ser indulgente, pero también otorgar y obligarse. Tiene sus peligros, por supuesto, aunque son siempre menos letales que los peligros del rigor o de la indiferencia, los dos extremos actuales. Hay adultos que tienen el maravilloso don de saber ponerse en el lugar de los niños: ese don es un regalo del amor. Basta con amar a alguien para querer conocerle acercándose a su mundo.
La habilidad en tratar a los niños sólo puede provenir de haber visitado el fantástico mundo en que ellos viven. Ese lugar no se parece al nuestro, y por eso tantos adultos se equivocan al pedir a los pequeños cosas que no están en condiciones de hacer. ¿Pediríamos a un pájaro que dejara de volar? No, porque no está en su naturaleza. Los niños de hoy están locos, como lo están todos los que viven al comienzo de algo: por eso sus vidas deben ser protegidas. Hay adultos que no sólo entienden esa locura de los niños, sino que se deleitan con ella, aprovechando su creatividad. No en vano San Agustín distinguía entre usar y disfrutar: educar es distinto a adiestrar. Educar es dar vida, comprender que lo sagrado de la realidad existe sobre todo en los niños.
Los padres que aman a sus hijos llevan la tarea bastante resuelta: el niño amado siempre tendrá más recursos, para enfrentar los problemas de la vida, que el niño no amado ni querido. El niño que se siente querido puede con todo. Yo no me sentí querido cuando niño y me he pasado la vida mendigando amor. Por eso debería pintarse una frase en la puerta de las escuelas: “El mejor método de educación es la felicidad”. Hacer feliz a los niños es el mejor sistema educativo. La única receta válida para encarar la dureza de la vida es haber recibido en la infancia mucho amor. Sin ese amor especial, de adulto uno es mucho menos feliz. En otras palabras: si quieres que una sociedad sea buena, hazla feliz, y si quieres que sea mejor, hazla más feliz.

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