miércoles, 30 de agosto de 2023

La flor más bella



Dos rosales, uno de flores rojas y otras amarillas como guardaespaldas apostados en un castillo de princesas, estaban en mi casa de la infancia. Pero no vivíamos en un castillo ni éramos princesas. Además, hace unos días (y no sé por qué lo hice) entré en Google para ver cómo lucía ese barrio después de tantos años. Y no me sorprendió. Sin saberlo en aquel momento de mi niñez, el barrio hizo honor a la decadencia que avizoraba.

Pero no tengo recuerdos tristes ni pobres de mi casa; se convierten en eso cuando trato de describir algún momento y las caras de los que escuchan se van deformando como diciendo con los gestos "pobrecita" mientras yo recuerdo lo feliz que era.

Dos rosales, con una distancia prudente y absolutamente desamparados, eran lo único que había en un jardín que absorbía las lluvias de enero y las guardaba con la sapiencia de que el invierno sería crudo.

No recuerdo primaveras y cuando algo viene a mi memoria, el paisaje se vuelve invernal. El frío, con un sol tibio asomando por la puerta ventana que daba al patio y que se abría después del almuerzo para pasar el lampazo y así el olor a querosene de la estufa y el lanudo no alcanzaban a unirse. Con pantalones azules de gimnasia -con algún parche en la rodilla por las caídas en patinetas- y pullovers de diseños de revistas europeas que por suerte consistían en el rejunte de varios ovillos que siempre teníamos, hechos de un punto inglés sencillo pero efectivo, con el cuello alto que nos sobresalía del guardapolvo para mostrar la respuesta de por qué los botones parecían furiosos a punto de estallar. Esos tejidos jamás se compraban, primero porque no se conseguían y segundo, porque nunca iban a ser tan calentitos como los que te hacían en casa, nunca. Soy de la generación que sobrevivió a la moda de los "ochos trenzados" en los costados de cada prenda que se tejía. Merezco un reconocimiento.

Ese solcito que siempre calentaba después de comer mientras pelabas unas mandarinas y el viento frío te entraba por la nariz. Unas polainas y una bufanda a medio terminar en una bolsa que esquivábamos, como tratando de evitar que se hablara más del tema y que nadie, por favor, nadie sugiriera que me enseñaran a tejer al crochet para pasar la siesta.

Dos rosales, que enfrentaban la calle, nos daban la espalda a mi mamá, a mi hermana y a mí, y abriendo sus ramas soportaban heladas, nevadas y las miradas más compasivas de las vecinas que pasaban. Adentro, dos niñas y una madre que, bajo la estricta regla de Aristóteles, eran absolutamente felices sin faltarles nada.

Como una especie de señal que los más conspirativos seguramente podrían resolver, cada planta a través de su color, aroma, suavidad y elegancia en cada flor reflejaba el clima que se vivía adentro.

Y cada 30 de agosto el ritual era inevitable: dos rosales en la puerta y una madre de nombre Rosa que tenía a cargo semejante misa. Siempre, después del almuerzo y con el sol que nadie había invitado pero que era bienvenido, mi mamá cortaba las puntas, solo las puntas, en mi larga cabellera y en la -no tan larga- cabellera de mi hermana que fue la destinataria -siendo la menor- de llevar el nombre de la madre, aunque solo para acompañar al primero. Luego, cada una con su montoncito en las manos, nos íbamos a enterrarlo en cada rosal con la certeza de que todo iba a estar bien, que el pelo nos seguiría creciendo fuerte y brillante y que nosotras creceríamos, también, fuertes como esa Rosa que soportaba las inclemencias del tiempo, que de pie ante la vida y en la puerta de su casa nos cuidaba y escoltaba con abrazos imposibles de olvidar.

Los deseos se cumplieron.

Gracias, Ma. ¡Feliz día, hermana!