jueves, 27 de agosto de 2020

La vieja de los ojales



Así le decíamos, “La vieja de los ojales”. Pero juro que estaba despojado de toda maldad, como el almacenero de la esquina o el señor de los huevos -que vendía huevos- o el panadero. Y si, una mujer mayor y que hacía ojales… le tocó de esa manera. No había otra intención ni mucha creatividad en mi familia para su apodo.

La tarea, por encargo, era llevarle a ella la prenda donde, previas indicaciones de mi madre, la dejábamos para que con su máquina moderna arremetiera en unas hendiduras que terminaban por darle forma a esa blusa, falda o vestido: si, los ojales.

Casi que el saludo anunciaba el final, porque en la ropa se marcaba lo que había que hacer, hasta el tamaño del ojal que, con un solo botón, de muestra -cocido arriba en alguna parte- le indicaba el camino.

Entonces no había nada que decir, y ella parecía agradecer ese silencio. Cada encuentro entre una adolescente (que la cercanía con los ancianos solo la tuvo en los cuentos, porque la vida además de una abultada timidez y pocas ganas de hablar, le había negado abuelos reales) le venía como anillo al dedo a la abuelita. Menos tiempo estaba, menos tiempo la molestaba.

Pero ese escaso mandado en que consistía llevar la ropa para el broche final era todo un viaje. En mi pueblo, y en esa época, uno se preparaba toda la semana para salir un día. “El viernes cuando vayas al centro” -y acá la mujer que me crió cambiaba de forma irreversible el tono de voz y casi un ruego, lamentando pedir semejante sacrificio- decía: “¿te vas hasta la vieja de los ojales?”. Una pregunta sin respuesta, de una amabilidad que sobraba, en una conversación que terminaba, siempre de manera dramática. 

-Noooo!!!  no quiero ir ¿por qué yo? ¡siempre lo mismo! Esas frases que uno repetía casi en letanía por todo y diariamente. Tan de esa juventud, de sentir como una daga la injusticia en adolecer y sin compasión toda orden.

Y aunque el mar estaba muy lejos sabíamos en casa que donde manda capitán no manda marinero y allá, con una bolsa de plástico- no existían las mochilas- caminábamos buscando el sufrimiento como en un barrio ortodoxo.

Como trámite fiero que es mejor pasarlo rápido era lo primero que hacía apenas pisaba el asfalto. La doña vivía a varias cuadras de la Terminal y, a medida que avanzábamos, el naciente bullicio de una ciudad en los 90 se esfumaba. Cuando me iba acercando a su casa, el sol entraba en los ojos tan intensamente como el ladrido de los perros que alborotaban la calle, porque alguien, desconocido, los visitaba.

La puerta de rejas blancas donde tocaba el timbre te mostraba el pasillo de baldosas rojas con canteros repletos de malvones, obligados a marcar el camino. No era mucho lo que había que esperar, un tiempo prudente y aparecía. Alguna vez fantaseé que salía alguien que no conocía para anunciar la peor noticia, entonces imaginaba que me volvía corriendo a mi casa para contarle a mi mamá la exclusiva; pero eso nunca pasó, por lo menos, mientras yo iba. 

Y ahí, previamente tras asomar por la cortina, sin estimular una sonrisa ella me abría.

“¡Ah! es usted”, decía. 

Impecablemente peinado el pelo color ceniza. Siempre vestía un batón con flores y chaleco de lana si el tiempo lo pedía. En invierno y verano y a cualquier hora del día, el olor a sopa la perseguía. Yo le entregaba, digamos, una camisa; ella revisaba y, entre dientes, aflojaba cuando estaría lista. “¡Vengase el viernes! pero, cerca del mediodía”, disponía.

No era más que eso la charla que me debía. Recuerdo la felicidad y el alivio con el que yo partía ahora sí, ¡a reír con mis amigas!

No sé durante cuánto tiempo lo hice, pero fue lo suficiente para recordar algún día. Y me pasó ahora que, de pronto, haciendo una sopa para bajar calorías apareció de repente como topándose esta historia de esa mujer que, por supuesto, jamás supe su nombre ni cuantos años tenía.

“¡La vieja de los ojales!” me dije sola en la cocina. Me trajo tantos recuerdos que merecía que le dedicara algunas líneas.