martes, 10 de octubre de 2023

La vida a los 30



Por Laura Romboli 

Nada mejor que tener cerca a esta especie de adulto con un toque de adolescente. Esa mágica fusión de libertad y responsabilidad que aparece cuando cumplís treinta años.

Hay pocas cosas en la vida que movilice más que cumplir años, imaginaran el motivo. Pero  si le sumamos un cambio de década y si justamente son los treinta, les aseguro que el combo se vuelve interesante.
La vida, a veces, nos pide demasiado; es que a la alegría de estar vivos y festejarlo nos carga en cada década de hacer alguna reflexión para que ese momento sea algo más profundo.
No es lo mismo cumplir los irresponsables 20, ni los traumáticos 40 y mucho menos los conflictivos 50.
Cumplir 30 es otra cosa.
Es la mejor edad para hacer lo que quieras. Si le pinta vivir una crisis, será una potente, no se anda con nimiedades; si hay fracasos o no alcanzan los objetivos, todo pasa por acá. 
Ahora bien, si les da por la fiesta, entonces el mundo está en sus manos.
Es sentirse de nuevo adolescente, sin dejar de ser adulto.
Es una exquisita combinación de emociones. Son dueños de toda una vida pero a la vez viven el día a día.
Despiertan una gran curiosidad por hacer todo lo que esté a alcance. Comen palta, huevos revueltos y café frío para calmar la ansiedad. 
Disfrutan las fiestas electrónicas y lloran con un tango.
La incertidumbre está a la orden del día. No saben, no quieren, no...¿no?. 
Para trabajar son independientes, hasta con sus jefes. Resulta nada fácil indicarles lo que tienen que hacer, porque... ellos saben lo que tiene que hacer.   
Las mezclas no les caen mal. Comen sushi, hacen yoga y viajan por Europa.
Para ciertos planes el tiempo no pesa, pero saben que el tiempo no para.
La vida a los 30 es una hermosa borrachera pero con resaca larga.
El mundo les habla a cada instante.
En la tele, las publicidades más divertidas, de viajes a lugares soñados o donde todos toman cerveza y ríen sin parar son para los de 30.
El cuerpo toma una importancia particular a esa edad. Las cremas antiarrugas comienzan para los de 30. Las nutricionistas logran fama, con los de 30. Los terapeutas llegan al 0 km con ellos.
A esa edad, todo lo que quieran hacer, lo hacen. Son capaces de aprender bordado mexicano para bajar el stress o hacer tortas fritas y comer si culpa.
Están más sensibles con ciertos temas, se preocupan por lo ambiental; se hacen veganos y sueltan un amor profundo por los animales. Te hablan de sus perros como si fueran hijos.
Tienen todo por hacer y vivir. Y, lo mejor, es que son conscientes de eso.
Disfrutan de la misma manera de una comilona un sábado a la noche como la caminata del domingo a la mañana.
Son libres, no sienten que deban buscar excusas si algo no quieren hacer.  Ellos, si quieren, sacan la basura en piyamas.
Elijen qué hacer y con quién. ¿No es hermoso?
La vida es tan única y especial a esta edad, que a aquellos que la transitan mi deseo es que la disfruten y que sea lo mejor.
Y nunca olviden que esto también pasará… y acá estaremos, esperando que lleguen a los cuarenta.


viernes, 15 de septiembre de 2023

Camino a la fe

 



Que tuviésemos que ir a San Juan, como mendocinas, a pedir un milagro deja más que un mensaje en lo anecdótico de la jornada. Son esas tretas inexplicables que se nos presentan en la vida, como una rareza que insiste en presentarse con absoluta normalidad.

Lo cierto es que -y como casi siempre sucede- fue por la invitación de una amiga que accedí a viajar a San Expedito y ver, a prueba de creencias, qué pasa cuando llegás a ese lugar.

Desde la ruta, el viaje no es para nada encantador. Solo la fuerza de la amistad puede ayudar a que los pozos y parches en una ruta desprolija, digna del ahogo de los desesperados, nos permita transitarla con la baja curiosidad de saber que hay al final del camino emprendido.

Así fue que llegamos al destino encandiladas por ese sol que no se animaba a salir totalmente para acompañarnos a un lugar donde hasta la fe cuesta que se asome.

Por una calle de tierra que parecía abrazarnos a medida que avanzábamos el calor se hacía cada más incómodo, en un lugar que no era el nuestro. Hasta allí cuatro mujeres estacionaron el vehículo en medio de la vía de un tren que atraviesa vidas abandonadas por todos y hasta, pareciera, por el Santo que fuimos a rezar.

Si la fe era poca, la tierra y el paisaje me hizo luchar contra el pensamiento que atraviesa apenas pisé ese suelo marrón: si las causas ahí son urgentes ¿por qué la demora y la quietud están tan presentes?

Entramos, caminamos y saludamos libremente sin la necesidad de presentar carnet de extranjeras ante las miradas de los paisanos que certificaban que lo éramos.

Y nos recibieron con la miseria en la punta de la lengua antes que la palabra como saludo. Familias acostumbradas a vivir “del turismo” -literalmente- se acercaban a pedir lo que fuera y que estuviésemos dispuestas a desprendernos a cambio de una estampita. En las filas de los autos se podía saber quiénes eran reincidentes porque llegaban provistos de bolsas de comida y ropa que les son arrancadas de las manos con el permiso suave de poder tener algo primero, antes que los otros.

Luego, unos senderos que se confunden entre sí se pierden a medio camino para dejar ver la entrada principal que es un ancho pasillo con mesones que exponen desde yuyos para sanar malestares, yerbas y hasta el Santo en todas sus formas. Los sahumerios ordenados por colores son casi la atracción principal del paseo de compras. También hay muchas cintas rojas y largas que cuelgan en cada poste recordando a que santo se va a adorar.

La capilla es como son las que siempre tienen los que atraen muchedumbre: pequeñas, humildes, frías, oscuras y limpias. Un altar y a la derecha la figura que nos mira con la compasión justa para hacernos sentir bien. La fila de gente para saludar se arma sin hablar porque el silencio es lo más importante. Una vez que nos toca estar enfrente, la charla es entre dos. Las promesas y los cumplidos no se dicen en voz alta.

Y luego nos despedimos del lugar. Pero antes y para justificar un poco más el viaje, la salida se hace más lenta paseando una vez más por el mercado protegido por una media sombra verde bastante ajeada.

Buscamos un baño, rodeamos una plaza donde la falta de verde nos ahuyentó de pasar por ahí. Miramos por unos minutos las letras enormes y rojas apoyadas al costado del camino que nos dicen donde estamos, a la vez que enfrentan a una hilera de casas donde jóvenes en la vereda toman una cerveza, tal vez la primera, de un largo sábado.

Nos fuimos y extrañamente no hablamos de lo que pasó ahí. Algunas cargadas de esperanzas y otras aliviadas por la misión cumplida; los temas de conversación fueron demasiados mundanos hasta que el sueño en la ruta se volvió peligroso.

Tal vez, la incertidumbre de lo que vendrá ahora nos hizo ser más discretas. Pedir es tan humano como creer, callar y tratar de salvarnos.

En la capilla, en un momento la oración que firma y compromete a cualquier ser humano que cometa el honor de rezarla dice que si “el encargo” se cumple pues hay que contarlo para que muchos más crean y veneren al Santo.

Un pacto al que respetaré en tiempos donde la fe anda escaseando.

Todas las rea

miércoles, 30 de agosto de 2023

La flor más bella



Dos rosales, uno de flores rojas y otras amarillas como guardaespaldas apostados en un castillo de princesas, estaban en mi casa de la infancia. Pero no vivíamos en un castillo ni éramos princesas. Además, hace unos días (y no sé por qué lo hice) entré en Google para ver cómo lucía ese barrio después de tantos años. Y no me sorprendió. Sin saberlo en aquel momento de mi niñez, el barrio hizo honor a la decadencia que avizoraba.

Pero no tengo recuerdos tristes ni pobres de mi casa; se convierten en eso cuando trato de describir algún momento y las caras de los que escuchan se van deformando como diciendo con los gestos "pobrecita" mientras yo recuerdo lo feliz que era.

Dos rosales, con una distancia prudente y absolutamente desamparados, eran lo único que había en un jardín que absorbía las lluvias de enero y las guardaba con la sapiencia de que el invierno sería crudo.

No recuerdo primaveras y cuando algo viene a mi memoria, el paisaje se vuelve invernal. El frío, con un sol tibio asomando por la puerta ventana que daba al patio y que se abría después del almuerzo para pasar el lampazo y así el olor a querosene de la estufa y el lanudo no alcanzaban a unirse. Con pantalones azules de gimnasia -con algún parche en la rodilla por las caídas en patinetas- y pullovers de diseños de revistas europeas que por suerte consistían en el rejunte de varios ovillos que siempre teníamos, hechos de un punto inglés sencillo pero efectivo, con el cuello alto que nos sobresalía del guardapolvo para mostrar la respuesta de por qué los botones parecían furiosos a punto de estallar. Esos tejidos jamás se compraban, primero porque no se conseguían y segundo, porque nunca iban a ser tan calentitos como los que te hacían en casa, nunca. Soy de la generación que sobrevivió a la moda de los "ochos trenzados" en los costados de cada prenda que se tejía. Merezco un reconocimiento.

Ese solcito que siempre calentaba después de comer mientras pelabas unas mandarinas y el viento frío te entraba por la nariz. Unas polainas y una bufanda a medio terminar en una bolsa que esquivábamos, como tratando de evitar que se hablara más del tema y que nadie, por favor, nadie sugiriera que me enseñaran a tejer al crochet para pasar la siesta.

Dos rosales, que enfrentaban la calle, nos daban la espalda a mi mamá, a mi hermana y a mí, y abriendo sus ramas soportaban heladas, nevadas y las miradas más compasivas de las vecinas que pasaban. Adentro, dos niñas y una madre que, bajo la estricta regla de Aristóteles, eran absolutamente felices sin faltarles nada.

Como una especie de señal que los más conspirativos seguramente podrían resolver, cada planta a través de su color, aroma, suavidad y elegancia en cada flor reflejaba el clima que se vivía adentro.

Y cada 30 de agosto el ritual era inevitable: dos rosales en la puerta y una madre de nombre Rosa que tenía a cargo semejante misa. Siempre, después del almuerzo y con el sol que nadie había invitado pero que era bienvenido, mi mamá cortaba las puntas, solo las puntas, en mi larga cabellera y en la -no tan larga- cabellera de mi hermana que fue la destinataria -siendo la menor- de llevar el nombre de la madre, aunque solo para acompañar al primero. Luego, cada una con su montoncito en las manos, nos íbamos a enterrarlo en cada rosal con la certeza de que todo iba a estar bien, que el pelo nos seguiría creciendo fuerte y brillante y que nosotras creceríamos, también, fuertes como esa Rosa que soportaba las inclemencias del tiempo, que de pie ante la vida y en la puerta de su casa nos cuidaba y escoltaba con abrazos imposibles de olvidar.

Los deseos se cumplieron.

Gracias, Ma. ¡Feliz día, hermana!


jueves, 20 de julio de 2023

El Cascote, la prima y una amiga que nunca se olvida





No sé por dónde apareció; en realidad, la veía venir -literalmente- porque la esperaba en una calle ancha en la que terminaban las principales del barrio. Era una calle despojada de casas lo que la convertía en una vía principal, siendo el camino de entrada y, sobre todo, de salida de ahí.

En una esquina la esperaba todos los días para caminar algo más de 20 cuadras hasta el colegio. Ahora, pensándolo bien, solo eran dos momentos en los que nos juntábamos: el viaje de ida y el de vuelta del colegio, que eran nuestros momentos para charlar.

Una vez que entrábamos a la escuela, cada una se iba al grupo de amigas sin despedirse y a la división del primer año que le había tocado.

Compartíamos la misma zona pero nada más; las dos veníamos de aquel lado de la ciudad al centro, a uno de los mejores colegios de San Rafael: el Normal.

Sí, fue en la preparatoria para rendir el ingreso cuando la conocí; ahora lo recuerdo bien. Fuimos a rendir, nos vimos en la lista y decidimos unir nuestros miedos para enfrentar ese gran edificio de cemento y todo lo que tenía adentro.

Con trece años asomábamos con muchas ganas de vivir y de salir al nuevo mundo. Ella parecía un poco mayor pero nunca supe la edad exacta. Era grandota, con el guardapolvo blanco hasta las rodillas, medias azules y abrazando la carpeta que todavía no nos pedían; quiso -sin consensuarlo- ocupar un lugar de protección con una incipiente cobarde de grandes ojos que era yo.

Con el transcurrir de los viajes nos íbamos conociendo un poco más. Era lindo verla venir y caminar con ella hasta la escuela. Una gran amiga que el inicio de la adolescencia me había regalado así, nomás, como una promoción por ser la primera vez que compraba.

Tal vez fue pronto pero me enamoré fuertemente de un chico de cuarto año llamado Guillermo, un nombre que me lo recordó una amiga hace unos días. Igualmente le busqué rápidamente un apodo para poder hablar de él sin problemas, y "Cascote" lo graficaba bastante bien. Con mi inocencia recién estrenada podía, de todas formas, ver que el chico en cuestión era "medio aparato", un pedazo de algo que no estaba terminado. Alto y encorvado por la timidez, hacía que la mirada y la sonrisa se buscaran.

Era solo un cascote pero mi idilio era tanto que empecé a compartirlo con todas las personas que quería y Roxana, mi compañera de camino a la escuela, fue la primera. La vida no podía encajar tan perfectamente porque a las largas horas de hablar solo de él y que Roxana escuchaba, un buen día se sumó a semejante alegría, la felicidad completa.

Resulta que una prima del Cascote, muy amiga de Roxana, vivía en el barrio. Una tarde, mi amiga pudo conocer al chico en cuestión y a partir de ahí estableció con él una amistad sorprendente.

Desde ese momento y por varios meses, Roxana solo se dedicaba a contarme las conversaciones con todos los detalles que tenía cada tarde con la prima y el Cascote.

Mi vida cambió rotundamente; si en algún momento pensé en cambiar el recorrido o ir con otras amigas al colegio, éste no era el momento. Esperaba ansiosa cada mañana a mi compañera para ver qué novedad me traía de la tarde anterior. Lo que debía hacer yo en los recreos, lo miraba y él, en la tarde de ese día, lo comentaba. La rueda era mágica: un gesto, una palabra, y solo debía esperar que él en la tarde agregara algo, y al otro día, bien temprano, Roxana -desafiando el frío- me lo contaba.

Era perfecto para mí algo así, porque no tenía que ir al frente y que el corazón me explotara solo de pensar que me podía hablar. No quería eso, me conformaba con las historias de la prima, el Cascote y mi amiga.

Cierta vez Roxana faltó; no pudo ir al colegio por varios días y me desesperé. La historia no podía cortarse en lo mejor. No existía la pausa, a esa edad no. Fui a su casa un par de veces pero no logré verla. Su madre me contó que estaba enferma y que no podía ver a nadie. A mí no me importaba su salud, yo solo quería que me siguiera contando lo que vivía cada tarde con el chico que me gustaba.

No quiso hablar más conmigo, pasó el tiempo y volvió a la escuela, pero nunca más nos volvimos a hablar. Yo había empezado a ir en colectivo y tenía amigas. Ella siempre sola y, al año siguiente, se cambió de colegio y de barrio. Nunca más la volví a ver y nunca le pude decir que al poco tiempo de dejar de vernos descubrí que no había prima, que nunca conoció al Cascote y que las historias inventadas cada día hicieron que la recuerde como una de las primeras mentirosas que conocí en mi vida.

Después vinieron más pero, gracias a ella, estaba preparada.

viernes, 9 de junio de 2023

Tratado sobre la relación entre el sanguchito de miga y el periodismo

 Y queda corto. Es que, a modo de homenaje, el título de esta investigación -que tiene muchos años- sobre el periodismo y el sanguchito de miga debe ser bien largo, abarcando todo el concepto, el nudo y el desenlace. Largo, como esos títulos que lo dicen todo para que, en estos tiempos donde un click escasea, pueda cumplir esa función.

Lo cierto es que hay una relación directa, comprobada y melancólica entre el sanguchito de miga y los periodistas. Ni la Navidad ni el cumpleaños más copetudo logran desplazar el primer puesto.

Claro que, generalmente, no es proporcional, porque mientras más cotillón y sanguchitos tenga el festejo, es posible que no haya ni noticias ni periodistas.

Pero, ¿se han dado cuenta de que lo único que le falta al Día del Periodista es ser feriado? Es el día que más se celebra a través de eventos especiales y saludos de todos los ámbitos. Decimos y nos dicen "¡Feliz Día del Periodista!" como decimos "Feliz Día de la Patria" y, la verdad, no estamos lejos...

Porque hacer periodismo es despertar a una comunidad, es incomodar, y más a los que tienen poder, y poder mostrar a los débiles. Es tener unas ganas irrefrenables de contar lo que vemos.

Es la madre de todas las batallas, la verdadera.

Oyentes, lectores e incluso los detractores más fieles no se olvidan de la cortesía, y entonces las redes "se inundan" con los saludos más creativos, formales, aburridos y jocosos refiriéndose a esta profesión que reúne a pobres y ausentes.

¡Sí, ¿no les contamos? ¡Somos pobres! Como si pensar, escribir, preguntar, narrar fuera algo tan simple que cualquiera puede hacer, entonces la paga es poca. El valor es menudo. Somos pobres, sacamos préstamos, tenemos cuatro trabajos, herencias sorpresivas, cuotas indefinidas, indemnizaciones malditas, un morral para caminar cómodos, el auto en reserva y con tierra, la SUBE impecablemente siempre lista, un celular que, por suerte, casi siempre pagan, un micrófono y las ganas casi intactas de cambiar el mundo.

¿Qué vas a trabajar vos? ¡Pero qué lindo trabajo! ¿Quién te paga para que digas eso? ¿Eso está arreglado, por eso habla así? Todo el año, todo el tiempo esta profesión tiene la culpa de todos los males, los propios y los ajenos. ¡Y bueno, qué quieren con estos periodistas!

Claro que nos hacemos cargo y... ¡que los hay, los hay! Pero no más que en otras profesiones. Las miserias son humanas, no del periodismo.

Y que sea solo un día, un DÍA, de paz, de festejos y sobre todo de concientizar y de desear que siempre haya buenos periodistas sobre este suelo, que ni la IA pueda reemplazar, es para festejar.

¡Feliz día a los periodistas y a los que leen hasta el final!

¡Ah, cierto! Casi lo olvido. El resultado del "Tratado sobre la relación entre el sanguchito de miga y el periodismo" (sin contar a los celíacos) es el siguiente:

Un día alguien dijo: "pongamos sanguchitos para que vengan los medios".

Y nosotros fuimos.



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