martes, 16 de septiembre de 2025

Cansancio






¿ No están cansados? Pero de ese cansancio necesario, el que nos obliga a parar, sentirlo, olfatearlo, pensarlo y analizarlo. Ese que nos dice que no damos más, aunque en el fondo sabemos que sí, y mucho. Ese que se nos planta enfrente y, con una sonrisa cómplice, nos recuerda que falta todavía y que, seguramente, sea lo mejor.

Agotados de remar, de pensar, de hacer y que nada salga. Del hastío de que las oportunidades no lleguen, pero sin caer en depresión. Ese cansancio que nos hace frenar, apoyar las manos en las rodillas que tiemblan, con la lengua afuera y el pecho ardiendo, para mirar el camino que resta, ese que parece no tener fin o al menos no se ve.

¿Les pasa? Que a veces no tenemos ganas de repetir las mismas cosas todos los días, o peor aún, de enfrentarnos a un silencio que enfría resultados, voces, respuestas. Nada se mueve. Es una sensación plana, llana, tan silenciosa que ni siquiera nos animamos a decirla en voz alta. Nadie lo sabe: somos ese sentimiento extraño y nosotros, sin terapias, sin charlas, sin confesiones. Lo pensamos, lo soñamos y es lo primero que saludamos cada día al despertar.

El cansancio que apaga las ganas de hacer, que se alimenta del insomnio y se ríe durante el día mientras tratamos de disimular. Ese que no nos deja recordar el pasado y mucho menos habitar el presente. En ese estado no hay futuro: sólo huelga de emociones y resistencia al llanto.

Cansados de vivir, pero sin querer morir. Cansados de que no pase nada, o de que pase todo. De ser siempre testigos y nunca protagonistas, de quedar fuera del casting de la vida. De caer en una cama que no nos suelta, o que al menos nos abraza cuando no queremos dejarla.

Cansados del ruido, de las noticias que siempre repiten lo mismo. De las mentiras, de las alegrías inventadas, de los filtros, de los mensajes sin respuesta, de los vistos azules. De las citas que terminan sin despedidas. De las reuniones postergadas, de las promesas vacías. De los abrazos que solo dejan perfume. Del sol que quema y la noche que hiela. De mirar la luna. De las calles sospechosamente vacías, de las malas palabras, de normalizar lo incorrecto, de las ausencias y de los recuerdos que nos devuelven los teléfonos.

De las comidas sin sal y el agua para empujarlas. De la ansiedad de esperar, de sacar número y de la intensidad de los momentos dolorosos. De las juntadas fallidas con amigas, de llevar siempre el postre y la bebida. Del pan sin sabor, de la masa madre, del colágeno y de las recetas fáciles. De los que se ríen todo el tiempo y de los que se quejan por costumbre. De hablar sin que escuchen, de que la gente no lea, de caminar mirando el piso, de las hojas secas, de los perros que pasean sin rumbo y de los humanos que, siempre, están cansados.

Pero este cansancio tiene los días contados: es momentáneo. Sabemos que nos visita de vez en cuando y que se va rápido o cuando menos lo esperamos. Tal vez por eso lo aceptamos y hasta lo recibimos, porque somos educados. Pero en cuanto se descuida nos toca hacer el trabajo: reaccionar, empujar, salir, abrir los ojos. Y con un par de golpes liberar un llanto renacido para, con aire nuevo en los pulmones, volver a vivir y seguir el camino… hasta la próxima parada, esa que siempre llega sin aviso.