martes, 2 de junio de 2009

Sara

Un día de vida es vida
Cuando despertó, sospechó que no era un día más. Señal poco común en su existencia de cincuenta y dos años. Porque si de algo estaba segura, era que a su vida la había llenado de días todos iguales y comunes.
Se sentó en la cama y sonrió mientras pensaba, era domingo- sería eso se preguntó, sacudió el pensamiento de su cabeza. Pero esta sensación la hacía sentir distinta. No era felicidad, ni tampoco la angustia dominguera a la que creía ya haberse acostumbrado.

La rutina de los domingos iba a romper esa ansiedad con la que amaneció y terminar con esas insinuantes torturas, que sospechaba la iban a molestar por varias horas.
Se levantó y fue a la cocina, no tenía ganas de desayunar, desde que su madre murió, las mañanas eran demasiadas vacías como para atiborrarlas con café y medialunas, el simple vaso con jugo le pareció un atracón poco tentador. Volvió a sonreír, como dispuesta a gastarse una mala jugada. Es que no solo las mañanas habían cambiados desde la muerte de la anciana, todo era distinto, las noches, las tardes…
Solamente las horas en la oficina la hacían olvidar por un momento, que al quedar sola ya no tenía más nada que hacer en este mundo.
No tenía razón por que vivir ni a quien cuidar, la ausencia la había perjudicado más de la cuenta. No la extrañaba, la necesitaba, para llenar sus días, porque desde que recuerda lo único que hizo fue cuidar y atender a su madre. Hasta que un día, cuando tenía treinta y cinco años, vio a Carlos, el hermano mayor en un acto que jamás permitieron que lo olvidara, entrar por la puerta del patio y con gesto del padre que nunca conoció, la mandó a hablar con su contador, ya que le debía favores, entonces iba a darle trabajo.
Desde ese momento, Sara le debía el favor a su hermano. Otra vez interrumpió sus recuerdos ¡vaya que día que voy a tener! - pensó- se va volver insoportable estar conmigo-

Con mucho fastidio buscó las carpetas de la oficina que la habían tenido hasta la madrugada ocupada en los balances. –Tenés todo el fin de semana para hacerlo dijo el jefe, antes de irse y reiterando la pregunta de todos los viernes ¿no me digas que has hecho planes? soltando una carcajada que hacía reventar los vidrios del edificio. Así, cada semana, Sara escuchaba la misma frase salir de la bocota de su jefe.
Lo miraba furiosa, era desagradable con todos, pero con ella especialmente, como si nunca hubiese querido que trabajara en su oficina.
Llevaré las carpetas ahora, por las dudas que mañana no pueda ir, el imbécil las tendrá en su escritorio.
Pero… ¿por qué razón faltaría a su trabajo? se sorprendía cada vez más con las cosas que se le ocurrían, además un día sentirse distinta estaba bien, pero no podía permitir que volviera a pasar.

Fue a vestirse, para ocupar su mente en elegir la ropa y no seguir con esto que comenzaba a molestarla. Se paró frente al armario y sin querer abrió la puerta que tenía la ropa de su madre, la miró por un momento es una señal, pensó. Se asustó, nunca había sentido miedo por esa muerte que ahora, colgaba en las perchas.
El olor a viejo, a remedios que hacía tiempo no sentía, le provocó una nausea desgarradora, llegó a doblarse del dolor y cayo de rodillas.
Definitivamente, este no es un día más –susurró-

Salió a la calle, comenzó a caminar, nerviosa como siempre pero esta vez con otro motivo, no las miradas de los vecinos que la atormentaban -eso la hizo sentir un poco más libre-
Desde siempre, cuando salía le pesaban los pies, caminaba en cámara lenta sentiendo la lástima de todo el barrio. La miraban como si pasara un fantasma, un cuerpo desnudo y vacío, el camino se tornaba interminable, y sin poder evitarlo bajar la cabeza la convirtió en una sombra que no tenía contacto con los demás. Apenas saludaba alguna amiga heredada de su madre, que por no dejar mal a la difunta, le devolvía el saludo con una simpatía que no era propia.

Los papeles de la oficina la sostenían mientras caminaba, se aferraba a esos libros como un bastón, y se dio cuenta que no era la primera vez, que se llevaba el trabajo a casa, que por algún motivo siempre abrazaba esos apuntes para poder caminar.
Hasta creyó en un momento que si los soltaba no iba a poder seguir. Caminó un par de cuadras y escuchó las campanas, ir a misa y después dejar las cosas en la oficina era un buen plan para esa mañana.

En la iglesia, se sintió un poco mejor, nadie notaba su presencia provocándole un placer memorable. Recordó cuando llevaba a su madre en silla de ruedas para comulgar y que ella también lo hacía, para complacerla. Sin confesarse, ¿qué pecados podía tener?

Después, cuando iba sola, siguió comulgando, tal vez por costumbre unos domingos más, luego dejó de hacerlo, no tenía ganas.
Se apresuró para salir de allí, atropellando a un viejo conocido, que la miró como si estuviera loca, uno más que está en lo cierto, se dijo.

Nadie la corría, pero hacía las cosas con prisa. Abrió la oficina y otra vez tuvo nauseas, aunque el olor a cigarrillo mezclado con el perfume barato que el cerdo de su jefe arrastraba con él, descomponían a cualquiera.
No estaba, pero su hedor era tan fuerte que faltaba escuchar los gritos que despertaban a todos cuando ella traspasaba esa puerta.
Dejó las carpetas tiradas en el escritorio, pensó en escribirle un mensaje pero las groserías que se le ocurrieron harían despedirla inmediatamente y no era la forma que había imaginado, no por ella, sino por su hermano que tan gentilmente, era el dueño del único gesto de afecto que ella recordaba, presentarle al contador maloliente y borracho.
Apagó algunas luces, seguramente prendidas desde hace dos días, cerró las puertas, miró por última vez el edificio, murmurando -me va a extrañar, estoy segura.

El mediodía estaba terminando, camino a su casa, el ruido de familias preparando la mesa la persiguieron todo el tiempo y el amasijo de aromas de las comidas, eran el único aire que respiraba. Abrió la puerta y se paralizó. comenzó a transpirar y tenía palpitaciones. -Estoy viva, dijo en voz alta, no hay de que preocuparse.
No tenía hambre, las nauseas de la mañana le habían dejado un dolor agudo en el estomago, repasó lo que había comida el día anterior y no encontró la causa de ese mal.
Un té y una siesta eran el aliciente perfecto para poder descansar en paz.
De manera automática, sin pensar, preparó la taza con la bolsita que había comprado hace un tiempo. Calentó el agua y buscó un calmante por las dudas que le dieran ganas de vomitar, no quería levantarse para eso.

Dejó que se enfriará un poco para tomarlo. Por fín llegó el momento: había decidido por primera vez que hacer, la excitó sentir que era dueña de su vida, que podía hacer lo que quisiera, actuaba sin pensar y eso le daba fuerzas. Entonces lo bebió, rápido para no caer como tantas veces, en el arrepentimiento humillante.
Buscó una frazada por si le daba frió y se recostó.
Antes de cerrar sus ojos, la inquietó imaginar que pasarían varios días hasta que alguien la encontrará, volvió a sonreír, ¡que importa, era el día y no podía dejarlo pasar!

3 comentarios:

Anónimo dijo...

No me diga que el té venía con sorpresa....
O es un final abierto y liberado a nuestra imaginación???
Esta bueno, es lo que le digo siempre. Usted debiera dedicarse a esto....
Saludos
eltesteadordegruyere

María Laura dijo...

No estimado ningún final abierto. Bien cerrado y fulminante, como el té. Besos

Anónimo dijo...

muy buen cuento... una realidad ficcionada de buena manera que termina emparentando -de cierta manera- nuestros peores días. Pero... no todos somos con Sara. Gracias por el momento.