lunes, 4 de junio de 2018

Todo a media luz

Con los aumentos de las facturas de suministro eléctrico, las ideas nos iluminan y el único gasto de energía será pensar cómo hacer para vivir en modo “bajo consumo”.
De pronto me encontré contemplándola y esperando que rápidamente calentara el agua. Si, hablo de la ahora “maldita pava eléctrica”, esa que durante años nos salvó de miles de situaciones como: apurar el agua de los fideos en un almuerzo a contramano, hacer un te para la que no le gusta el mate y tantas otras cosas. Una aliada se nos convirtió en una enemiga -como si fuese la última en enterarme- porque parece que la resistencia de la susodicha gasta más electricidad que la permitida en estas épocas. Porque ahora hemos vuelto a cuidar las cosas como cuando éramos  chicos y tu madre te gritaba “apaguen la luz de la pieza y a dormir que ya es tarde”… En las charlas familiares descubrís que ya nadie usa pava eléctrica… solo yo.
¡Lo que faltaba! volver a la de aluminio, o a la eterna de acero inoxidable. Poner a calentar el agua en la hornalla o posarla en las brasas de la estufa a leña y estarás cumpliendo con la moda de este invierno 2018.
A guardar en el fondo del armario todo lo que dependa de un cable en la cocina. ¿Quién no volvió con una pava bajo el brazo desde Chile para regalársela a la suegra? ¿O que suegra no te la trajo cuando se fue de vacaciones? No hace tanto que abrazábamos los combos de pava y tostadora casi como un vuelto, al comprarnos la tele, ¿te acordás?
Si, mejor olvidar por un tiempo todas esas municiones gastadoras de voltios. Todo ese arsenal que ahora nos amenaza y usamos con desconfianza.
Debemos ser cuidadosos y saber que hay cosas que no se pueden hacer como dejar la puerta de la heladera abierta gasta mucho (sugerimos recordar lo que hay para abrir y cerrar fugazmente). Si salimos, ya no dejamos luces prendidas en la casa y esto ayudará a la confusión de no saber cuándo hay gente (es que la casa habitada también estará a oscuras…).
De niños, mirábamos la tele con las luces del comedor apagadas, “como en el cine” nos decían, Bueno chicos, el cine llegó otra vez a casa. 
¿Quién descubrió que buena está la linterna del celular? ¡Felicitaciones!
Volvieron las ondas naturales, nada de secador y mucho menos planchita (mamá tiene razón, el pelo lacio no se usa más).
Nuestra lamparita del ingenio se encenderá y  batiremos la mayonesa casera con dos tenedores, el microondas desenchufado y el café más rico será el de manga, por supuesto.
Son tiempos de vivir a media luz pero siempre con el brillo de los ojos iluminando el camino.
¿Y el gas?
El gas, viene el mes que viene.

Desde arriba y a los gritos


Creo que se sentía dueño del mundo, pero no como la última Coca Cola del desierto, no así... Más bien como alguien que desde ese lugar podía tener el control de las cosas o, mejor dicho, de la cuadra. 
Y ese lugar era una terraza, una gran y amplia terraza, en un primer piso. Un buen sitio, cómodo, donde todas las puertas de la casa conducían a ella. Por más que no quisieras todo terminaba ahí. 
Y él se fue dando cuenta. 
Además de amurar una especie de parrilla para los asados, una buena mujer, una hija creciendo y la vista privilegiada de la morada, todo estaba dado para ser feliz, y el pibe lo era. Daba cuenta de sentir esa sensación de lo lindo que es tener todo al alance. 
Y lo expresaba... todo el tiempo. Un intenso que fue llevándome, involuntariamente, a compartir tanta dicha. 
El sujeto pasaba mucho tiempo allá arriba. Y desde arriba y a los gritos organizaba su vida y casi la mía. Mandaba saludos, hacía fiestas, cumpleaños, almuerzo familiares de domingos. 
"Ey ¿vo que te hacé?",  "¿Cuando nos juntamos, cagón?",  "¿Te queda pan?", "¿Sentiste el temblor?", "Esperaaaa... que ahora bajo!!!"
Todas, absolutamente, todas sus dudas, las evacuaba desde el aire. 
Un joven con ganas, pero con muchas ganas. Tiraba coordenadas como un profe de gimnasia pero de una de clase exigente, alentando sin parar para marcar el ritmo. 
Los fines de semana eran más agresivos. El silencio de las primeras horas de la mañana hacía que sus epítetos me despertaran a los sobresaltos. "¿Nos juntamos esta noche?", "¿Tenés huevos?" y otros más eran los cantos de este gallo mañanero.
Hasta que, sin darme cuenta, comenzó a pasar. Y un día noté su ausencia. La tranquilidad se respiraba en el ambiente, como cuando en casa se duerme un bebé y no se escucha más su llanto. Dejó de vociferar y nació un silencio, tan exquisito y presto a disfrutar. 
No supe bien que pasó, no gritó su despedida, no contó sus planes. Imagino que se fue en puntas de pie, cosa de no molestar.

Ahora el primer piso está vacío y no saben lo bien que se siente desde acá abajo.